Tlacoyos, tacos, quesadillas, sopa de hongos o de médula, entre otros guisados,
son las delicias con las que te reciben en La Marquesa, Estado de México.
Este parador de comida y otros atractivos de dispersión, está en la carretera federal o de autopista México-Toluca y es para los chilangos, el destino más cercano donde se puede sentir que dejas la Ciudad, el smog y te sumerges en pinos, aires frescos y limpios.
Desde el viernes y todo el fin de semana es socorrido por los jóvenes y las familias capitalinas, porque está a 40 minutos de la zona sur de la Ciudad.
La historia reseña que este valle fue un asentamiento del pueblo otomí que llamaban Na dathé bathá xantté (ríos y valles entre montes), pero a la llegada de Hernán Cortés se construyó una gran hacieda llamada Marquesa, porque era administrada por la esposa del conquistador.
Este valle fue testigo de las batallas lideradas por el cura Hidalgo en la época de independencia y 100 años después las protagonizó Emiliano Zapata, quien dio fin a la hacienda al saquearla y quemarla.
Años después se declaró como zona recreativa.
Visitar este lugar y no probar la comida es imperdonable.
Hace pocas semanas visité el lugar, me uní a la expedición de mis padres y hermana que emprendieron un viernes al medio día.
Ahhh es tan agradable la sensación al dejar atrás el tráfico, la vista gris de la Ciudad y el amontonamiento; de pronto la vista se torna verde, hay cerros, es cuestión de minutos y parece que estás en un lugar lejano del DF.
Lo que hoy son restaurantes, antes eran chocitas con cocinas improvisadas, pero con el sabor del comal; todo humeaba y al regreso, el olor de las quesadillas se impregnaba en la ropa con algo de tizne.
Desde sus locales y hasta el auto, se escucha a las señoras ofrecer sus guisos y al observar con detenimiento sus letreros es posible ver que ya reciben tarjetas de crédito y hacen facturas fiscales.
Bueno, en este lugar además de comer y beber, es posible hacer un paseo a caballo o subirse a los Go-cart.
Suele ser el escenario de las pintas de la escuela, pero para mi La Marquesa fue más bien la parada obligada cuando se viaja hacia Toluca o simplemente para ir a cumplir un antojito.
Antes de regresar a la realidad, hay que rematar con un buen postre: uno de los dulces tradicionales que ofrecen en la canasta ambulante, ya sea higo, acitrón, palanquetas, dulce de leche, pepitas, entre otros.
Este espacio pretende retratar los lugares de la Ciudad de México que tienen valor histórico y emocional, así como mostrar imágenes de los espacios que iré descubriendo en la Ciudad de Mérida, Yucatán. Voy en cuenta regresiva.
jueves, 26 de agosto de 2010
lunes, 16 de agosto de 2010
Centro Histórico
El primer cuadro de la Ciudad de México es fascinante.
Tiene de todo, es posible observar a la gente, caminar, disfrutar un trago, comer, visitar museos, hospedarse, antrear o visitar las tiendas, en fin... es tan plural que resulta posible encontrar lo que se busca.
Me gusta recorrerlo e imaginar cómo fue cuando los aztecas lo habitaban, cómo fue con los conquistadores, o en la independencia, la revolución, las crisis, manifestaciones, festejos, uff, si pudiera hablar tendría un sin número de anécdotas.
Suelo arribarlo desde la Avenida Juárez para ver la Alameda, el Palacio de Bellas Artes, la Torre Latino, echar un vistazo al edificio de Correos y luego hacer mi entrada triunfal por la calle de Francisco I. Madero, pasar por los azulejos y llegar al Zócalo.
Sentir cómo se me impone el Palacio Nacional, la Catedral, el Palacio del Ayuntamiento y por supuesto la plancha con su asta bandera.
Mi historia con el Centro se remonta a mi abuelo, quien aprendió a ser joyero entre estas calles.
Era todo un personaje, al que le daba igual decir que era originario de Oaxaca, Chiapas, Sonora o de la entidad federativa en la que se encontraba o con quien platicaba; quién sabe si en verdad fue chilango y quién sabe si en verdad nació en el año de 1900.
Lo cierto es que me gusta la historia que contaba y que mi padre apenas hace unos días me relató:
Justo en los arcos que rodean al Zócalo, donde hoy se encuentra el Hotel de la Ciudad de México y hay tiendas joyeras o los tradicionales sombreros, había un judío que vendía joyería en oro a muy bajo precio.
Así que mi abuelo decidió comprarle una variedad de artículos para después revenderlos en el mercado de Chapultepec y Bucareli, donde por cierto conoció a mi abuela.
Fue así que nació y creció su negocio; años después dejó el mercado y rentó un local en la calle de Madero, donde se instaló la joyería bajo el nombre de La Borda.
A mi padre y mis tíos les tocó trabajar, y estudiar ahí.
Cuando era niña y pasábamos por Madero, mi padre solía contar esa parte de la historia de mi abuelo.
Para cuando entré a la universidad, pasar por La Borda se volvió una constante, porque encontré el gusto por las calles del Centro.
Hay muchas vivencias.
Recuerdo que cuando acudí a mi primera marcha del Ángel de la Independencia al Zócalo (era en protesta de las muertes de Acteal), me sentí muy cansada a la altura de Bellas Artes, pero al entrar por Madero, los gritos de protesta resonaban por la angosta calle y nos unimos más.
En un 15 de septiembre me di el lujo de ir a la fiesta callejera por la tarde y en otro año fui invitada por una amiga a la casa de su abuela en la calle de Tacuba y pude ver los ríos de gente que acudían al grito.
He disfrutado conciertos como el de Silvio Rodríguez, Lila Downs, Compay Segundo y hasta al de Café Tacuba, donde casi nos asfixian a mi hermana y a mi.
También me he enamorado.
Fue el escenario perfecto para las primeras citas con mi MUS y sigue siendo nuestro lugar.
Solemos pasear por sus banquetas y aunque vamos con la encomienda de un mandado, terminamos envueltos entre sus calles y actividades.
Le han invertido mucho dinero para hacer que el centro histórico de la Ciudad luzca como el de las ciudades europeas.
La última novedad es que Madero será 100 por ciento peatonal, lo que dará paso a las sombrillas en las que se pueda ver pasar el tiempo y también para que las estatuas vivientes puedan lucir mejor.
Me gusta, me gusta mucho el Centro, lo han renovado y hoy es un lugar que se puede pasear.
Tiene de todo, es posible observar a la gente, caminar, disfrutar un trago, comer, visitar museos, hospedarse, antrear o visitar las tiendas, en fin... es tan plural que resulta posible encontrar lo que se busca.
Me gusta recorrerlo e imaginar cómo fue cuando los aztecas lo habitaban, cómo fue con los conquistadores, o en la independencia, la revolución, las crisis, manifestaciones, festejos, uff, si pudiera hablar tendría un sin número de anécdotas.
Suelo arribarlo desde la Avenida Juárez para ver la Alameda, el Palacio de Bellas Artes, la Torre Latino, echar un vistazo al edificio de Correos y luego hacer mi entrada triunfal por la calle de Francisco I. Madero, pasar por los azulejos y llegar al Zócalo.
Sentir cómo se me impone el Palacio Nacional, la Catedral, el Palacio del Ayuntamiento y por supuesto la plancha con su asta bandera.
Mi historia con el Centro se remonta a mi abuelo, quien aprendió a ser joyero entre estas calles.
Era todo un personaje, al que le daba igual decir que era originario de Oaxaca, Chiapas, Sonora o de la entidad federativa en la que se encontraba o con quien platicaba; quién sabe si en verdad fue chilango y quién sabe si en verdad nació en el año de 1900.
Lo cierto es que me gusta la historia que contaba y que mi padre apenas hace unos días me relató:
Justo en los arcos que rodean al Zócalo, donde hoy se encuentra el Hotel de la Ciudad de México y hay tiendas joyeras o los tradicionales sombreros, había un judío que vendía joyería en oro a muy bajo precio.
Así que mi abuelo decidió comprarle una variedad de artículos para después revenderlos en el mercado de Chapultepec y Bucareli, donde por cierto conoció a mi abuela.
Fue así que nació y creció su negocio; años después dejó el mercado y rentó un local en la calle de Madero, donde se instaló la joyería bajo el nombre de La Borda.
A mi padre y mis tíos les tocó trabajar, y estudiar ahí.
Cuando era niña y pasábamos por Madero, mi padre solía contar esa parte de la historia de mi abuelo.
Para cuando entré a la universidad, pasar por La Borda se volvió una constante, porque encontré el gusto por las calles del Centro.
Hay muchas vivencias.
Recuerdo que cuando acudí a mi primera marcha del Ángel de la Independencia al Zócalo (era en protesta de las muertes de Acteal), me sentí muy cansada a la altura de Bellas Artes, pero al entrar por Madero, los gritos de protesta resonaban por la angosta calle y nos unimos más.
En un 15 de septiembre me di el lujo de ir a la fiesta callejera por la tarde y en otro año fui invitada por una amiga a la casa de su abuela en la calle de Tacuba y pude ver los ríos de gente que acudían al grito.
He disfrutado conciertos como el de Silvio Rodríguez, Lila Downs, Compay Segundo y hasta al de Café Tacuba, donde casi nos asfixian a mi hermana y a mi.
También me he enamorado.
Fue el escenario perfecto para las primeras citas con mi MUS y sigue siendo nuestro lugar.
Solemos pasear por sus banquetas y aunque vamos con la encomienda de un mandado, terminamos envueltos entre sus calles y actividades.
Le han invertido mucho dinero para hacer que el centro histórico de la Ciudad luzca como el de las ciudades europeas.
La última novedad es que Madero será 100 por ciento peatonal, lo que dará paso a las sombrillas en las que se pueda ver pasar el tiempo y también para que las estatuas vivientes puedan lucir mejor.
Me gusta, me gusta mucho el Centro, lo han renovado y hoy es un lugar que se puede pasear.
martes, 3 de agosto de 2010
Bellas Artes
El Palacio de Bellas Artes es uno de mis lugares favoritos en el Centro histórico de la Ciudad de México.
Tan sólo caminar sobre el mármol de su explanada me fascina; ya sea de día, cuando el sol deslumbra en el blanco del Palacio, o de noche, cuando las luces le dan un toque glamoroso.
Desde niña este lugar me pareció encantador.
Recuerdo que mis padres me llevaban a conciertos, exposiciones o diferentes actividades culturales y al final o en el intermedio, solíamos tomar un poco de aire desde sus balcones.
La acción me resultaba maravillosa, porque me sentía la princesa del Palacio.
Fue en la universidad, cuando lo visité con más frecuencia; la cercanía de la escuela al Centro Histórico hacía que en un abrir y cerrar de ojos me encontrara en el Palacio con mis compañeros de escuela.
Muchos, en el experimento de usar la cámara fotográfica capturamos a los pegasos que se encuentran en la explanada y también acudimos a inauguraciones para cumplir con la tarea de entregar una crónica, un ensayo o una nota.
Además, en las recomendaciones de lectura de mi padre, me topé con el libro de Arráncame la Vida de Ángeles Mastreta, y me sorprendí de cómo la protagonista se enamora del director de orquesta que ensaya en Bellas Artes.
La historia dice que es un lugar que se diseñó en 1904 a petición de Porfirio Díaz.
El italiano Adamo Boari comenzó la obra, pero entre el hundimiento de la estructura y la Revolución Mexicana, el Palacio se concluyó hasta 1934 con murales hechos por Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco, y fueron creados especialmente para el Palacio.
La triple cúpula es de mosaicos naranjas, plata y oro, razón por la que tiene esa tonalidad oxidada.
También cuenta con esculturas que representan las artes y a la inspiración.
Es un lugar que vale la pena detenerse a verlo por el exterior y contemplar las flores que tiene en el contorno, las máscaras, esculturas y múltiples detalles que lo hacen tan bello.
Al interior, es un verdadero placer, tanto por los murales, la estructura, sus escaleras, la duela, las lámparas, vale la pena y aún más si hay una buena exposición por recorrer.
Me significa momentos muy gratos y bajo cualquier pretexto lo recorro con gusto.
Tan sólo caminar sobre el mármol de su explanada me fascina; ya sea de día, cuando el sol deslumbra en el blanco del Palacio, o de noche, cuando las luces le dan un toque glamoroso.
Desde niña este lugar me pareció encantador.
Recuerdo que mis padres me llevaban a conciertos, exposiciones o diferentes actividades culturales y al final o en el intermedio, solíamos tomar un poco de aire desde sus balcones.
La acción me resultaba maravillosa, porque me sentía la princesa del Palacio.
Fue en la universidad, cuando lo visité con más frecuencia; la cercanía de la escuela al Centro Histórico hacía que en un abrir y cerrar de ojos me encontrara en el Palacio con mis compañeros de escuela.
Muchos, en el experimento de usar la cámara fotográfica capturamos a los pegasos que se encuentran en la explanada y también acudimos a inauguraciones para cumplir con la tarea de entregar una crónica, un ensayo o una nota.
Además, en las recomendaciones de lectura de mi padre, me topé con el libro de Arráncame la Vida de Ángeles Mastreta, y me sorprendí de cómo la protagonista se enamora del director de orquesta que ensaya en Bellas Artes.
La historia dice que es un lugar que se diseñó en 1904 a petición de Porfirio Díaz.
El italiano Adamo Boari comenzó la obra, pero entre el hundimiento de la estructura y la Revolución Mexicana, el Palacio se concluyó hasta 1934 con murales hechos por Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco, y fueron creados especialmente para el Palacio.
La triple cúpula es de mosaicos naranjas, plata y oro, razón por la que tiene esa tonalidad oxidada.
También cuenta con esculturas que representan las artes y a la inspiración.
Es un lugar que vale la pena detenerse a verlo por el exterior y contemplar las flores que tiene en el contorno, las máscaras, esculturas y múltiples detalles que lo hacen tan bello.
Al interior, es un verdadero placer, tanto por los murales, la estructura, sus escaleras, la duela, las lámparas, vale la pena y aún más si hay una buena exposición por recorrer.
Me significa momentos muy gratos y bajo cualquier pretexto lo recorro con gusto.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)